Irse
Nuestro cerebro es tan asombroso como el número de neuronas que lo abastecen: ¡cien mil millones! Podemos ver y escuchar tantísimas imágenes y frases, pero el cerebro es el que determinará cuál guardará (o no), como si fuese en un álbum de fotos o en una computadora. Los científicos sostienen que esa memoria selectiva tiene que ver con los impulsos de la sorpresa o con algún otro sentimiento que también disparó el cerebro. Algo así me pasó con esta frase: “El gran secreto de la vida es saber cuándo hay que irse”. La debo haber escuchado y leído montones de veces, pero nunca me impactó tanto como cuando la oí hace unos meses en el primer capítulo de la serie Bloodline (Línea de Sangre), una de las joyitas que pululan por Netflix. Todavía me veo en aquel momento del otoño del año pasado: solo, sentado frente a mi flamante y primer Smart TV y disfrutando del pequeño, lindo y cómodo departamento al cual me había mudado recientemente. Mi primera reacción fue preguntarme porqué no me había ido antes del anterior departamento, al que alquilé durante 15 años, los 5 últimos, al menos, de mala gana. Y fue entonces que esa frase y esa pregunta empezaron a levantar dentro mío un remolino de pensamientos y divagues alrededor del irse. La punta del ovillo de este post.
Adhiero a que saber cuándo hay que irse es uno de los secretos de la vida. No sé si el gran secreto, pero está muy cerca de serlo. Porque esa frase conlleva otro secreto: irse cuando hay que irse. Admiro a la gente que lo hace; que se va, y ya. Yo pertenezco a otro club. Tengo materias pendientes con el irse.
Soy de esa gente que le da ganas de irse –en mi cabeza siempre se dibuja un lugar donde no hay nada ni nadie; sólo mar y playa- cuando se me plantea un inconveniente que no tengo voluntad ni ánimo para afrontarlo. Es un irse figurado, como la fuga geográfica, creyendo que el tema se soluciona yéndose a otro lugar. O un irse en otra versión del mismo tono, la del portazo, como si con ese gesto todo concluyera al fin. Un irse que no es irse; inútil.
En esa vía, sufro (si se sufre no sirve, dicen unos amigos) de otra cuestión más arraigada que quizá ya, afortunadamente, no tiene tanto poder como antes: no irme cuando debo de situaciones, personas, lugares y cosas que me generan disgustos y malestares y en las cuales ya no hay nada de nada por hacer y/o por buscar. Varias veces hasta me he quedado regodeando en el dolor. También encontré en esto de irse y quedarse, una versión a la que los franceses llaman L’esprit de l’ escalier. Es esa “brillante” idea que se le ocurre a uno cuando ya se fue; cuando no sirve volver atrás. Es un síndrome que también genera angustia. Los franceses le dicen así porque pasa cuando uno ya bajó la escalera.
Contradicciones propias, a las que todavía les sigo buscando explicaciones -aunque,reitero, en varios aspectos fui aprendiendo y creciendo-, el irse casi nunca fue un inconveniente en mi profesión de periodista. Desde que empecé, a los 19 años, siempre tuve en claro que éste no era un oficio para quedarse a vivir en un lugar. Que el gran secreto, volviendo a Bloodline, era irse cada tanto para afrontar nuevos desafíos y experiencias. Quedarse, por el contrario, significaba burocratizarse, término y actitud que siempre desprecié. Así, fui saltando de una redacción a otra, con un máximo de 3 años en cada una. Vale aclarar que algunos de esos medios cerraron y en otros me despidieron, pero sentía que adentro mío había un despertador que en determinado momento marcaba la hora de irse. Hasta que en noviembre de 1994 aterricé por segunda vez en Clarín (la otra había sido por un año, en 1984) y ese despertador se rompió. Por numerosas razones que tiempo después descubrí, me propuse que de ahí no me iba más. Tenía por delante de mi nariz un muy buen sueldo, cargo alto, beneficios extras, posibilidades de viajar a los lugares que siempre quise y de cubrir los torneos con los que había soñado (pese a que ya había hecho ambas cosas), un plantel de periodistas brillante y un diario que en ese momento era el mejor del país y rondaba el millón de ejemplares vendidos los domingos. Pensé que no había nada mejor en el horizonte y creí que era hora de parar. Y es verdad: no paré, pero de caerme. Y, es justo aclararlo, no precisamente por Clarín.
En el momento de llegar a Clarín ya estaba como director de Deportea, daba clases en TEA y trabajaba en TyC Sports. O sea, tenía ocupados los 7 días de la semana, y en la mayoría de ellos, salía de casa a las 7.30 y volvía a las 2/3 de la mañana. Fumaba sin parar, había abandonado la actividad física por primera vez en mi vida y había retomado con furia algunas tentaciones abandonadas terminada la adolescencia. Con Clarín, ese cóctel explotó. Empezó un proceso de autodestrucción que ni la llegada de mi hijo, en el otoño de 1995, logró detener. No había mortal que aguantase metiéndose tanto de todo.
No voy a abundar mucho más con mi vida, pero lo cierto es que en todo ese tiempo, como adivinarán, me estanqué como periodista, porque, más allá de los viajes, que te nutren, no tenía tiempo para, al fin, cultivarme como persona. Leía poco, casi no frecuentaba el cine ni el teatro, llegaba tarde a todas las reuniones con mis amigos y faltaba, cada vez con mayor frecuencia. No estaba. Una serie de movimientos dentro de la redacción –culpas extrañas y, también, propias- me quitaron mi rol en la sección deportes. De número dos pasé a ser “columnista”. Y, al poco tiempo, me mandaron a la revista Viva, retornándome mi cargo, pero de mentira. Estaba, como se dice en las redacciones, congelado. Fue ahí, en la primavera de 2005, cuando empecé a sentir que tenía que irme. Lo antes posible.
En diciembre de 2005 lo fui a ver al Negro Sánchez, amigo y especie de padre periodístico que estaba a cargo de Viva, para decirle que me quería ir y pedirle si me podía abrir un canal de negociación con la administración. Me contestó, sabio: “Andate de vacaciones, pensalo bien y después vemos”. Me fui todo enero. Volví el 1º de febrero y cuando me senté frente a la computadora, me dije: “Esto no va más”. Pero lo que realmente me terminó de convencer fue cuando unos minutos después me entregaron para corregir una “columna” de Valeria Mazza, no escrita por ella, claro, y plagada de lugares comunes y oraciones horribles. Hice el trabajo, lo fui a ver al Negro y le dije: “Me voy”. Amigo fiel, el Negro empezó el trámite para iniciar mi ida del diario.
El proceso de negociación duró un tiempo que para mí fue eterno, hasta que a mediados de abril llegamos a un acuerdo. En esa época, nadie se iba de Clarín (ahora se van unos 15 periodistas por mes) y eso complicó mi monto a recibir, pero ya no me importaba. Necesitaba irme, aunque no supiese adónde.
En el proceso de despedida de mis compañeras y compañeros de tantos años, muchos queridos y conocidos antes de llegar a Clarín, y muchos compinches de grandes momentos de diversión y de luchas, anduve varios días visitando los distintos lugares del edificio para avisar que me iba. La parada obligada siempre era Deportes, donde estaba la gente más añorada. Como Julito Marini, con quien conducimos esa nave durante casi una década gloriosa. Una tarde, como todas las tardes, me senté a hablar con Ariel Scher, el mejor de todos. “No sé qué voy a hacer. Quiero seguir escribiendo de rugby, pero no sé adónde”, le dije. Y Ariel, que andaba como yo a las patadas con los avances tecnológicos, me contestó: “¿Y si te armás un blog?”. Fue como si me dijese: “¿Y si te vas a la Luna?”. Pero, siendo Ariel, lo escuché: “No entiendo mucho, pero por lo que vi, está bueno, es como un medio propio”. Esas dos últimas palabras me cautivaron. Todo periodista soñaba con un medio propio. Nos enfrentamos a la computadora y me mostró un par de ejemplos. Fue como volver a ver la luz.
Me fui de Clarín el 1° mayo de 2006 y al poco tiempo lo llamé a Lalo Zanoni, periodista egresado de TEA y precursor en todo lo que iba surgiendo, para que me ayudara a armar un blog. Nos reunimos y él fue claro y conciso: “Pensate un título, buscate un webmaster y después hacé lo que vos sabés”. Me conectó con Seba, mi webmaster hasta hoy, y ese fue el embrión de periodismo-rugby.
El jueves 7 de septiembre de 2006, cuando lancé el blog, mi vida seguía siendo un caos. Me había dejado mi novia de ese entonces (ya me habían dejado mi mujer y, luego, otra novia), tenía deudas (la indemnización se evaporó) y cada vez tocaba más fondos de todo tipo. Casi todos los conductos que desembocaban en el bienestar estaban rotos. Tenía de dónde agarrarme, por suerte: mi hijo, mis amigos, mi fe y mi habilitad para reinventarme. El blog fue el otro gran soporte, el que sirvió para mi reconstrucción periodística y el que empujó para lo que pronto sería el comienzo de mi recuperación personal.
El blog, cuyo comienzo quise hacerlo coincidir a falta de un año exacto del partido inaugural del Mundial de Francia que lo iban a jugar los Pumas y los locales, me abrió la cabeza de entrada y, antes de lanzarlo, me hizo recuperar las neuronas y el timing periodístico que había perdido en los años de omnipotencia en Clarín.
Fueron aquellos, los de la primavera de 2006, tiempos de reacomodarse. No sabía qué hacer con mi tiempo libre. De pronto, me encontré con toda la tarde para mí y la gran noticia había sido ver por primera vez desde 1978, un Mundial de fútbol con mis amigos de la vida. Pero la tormenta interna seguía. Me refugié en el blog. Entendí que debía ser algo más de lo que me había planteado al inicio: una continuación de la columna Tercer Tiempo, que escribía los domingos en Clarín. El primer post, al que me negaba a nombrar post, o sea que en ese entonces era un texto y así lo llamaba, fue una presentación del Mundial a un año de su kick-off. Llevaba una foto de Agustín Pichot como capitán de los Pumas. El segundo, a los 4 días, otro con el cumpleaños de Hugo Porta. Cuando vi que llegaban los primeros comentarios, no lo podía creer. Ya me habían advertido un par de conocedores del terreno de los blogs: “Mirá que la gente participa y vas a tener que contestarles”.
Empezó así un mundo nuevo para mí. Decidía lo que iba publicado, no tenía que consultarlo con nadie, sabía que me leían, comentaban lo que hacía, respondía sin nadie en el medio y, maravillosamente, estaba obligado a crear todo el tiempo. Y establecía en aquel comienzo reglas que siguen vigentes hasta hoy: recibir publicidades, pero ninguna de organismos estatales ni de bebidas alcohólicas. Ni tampoco aceptar invitaciones de viajes, excepto con fines solidarios. Tuve que colgar mi traje de soberbia que me impedía disfrutar de todo lo que ofrecía la tecnología especialmente para el periodismo y así, de a poco y a los tumbos, fui andando. Al poco tiempo decidí que los posts iban a llevar una sola palabra de título. Ya los viernes contenían la programación rugbística de TV (poco y nada por esos años) y la música, quizá la frutilla del postre de la nueva aventura que en mi vida significaba periodismo-rugby.
Pronto, como me había dicho Zanoni, el blog se empezó a hacer solo. El foro le dio la dinámica que superaba a lo que yo publicaba. No sólo era un ámbito de discusión, sino que allí se volcaba información y se aprendía algo nuevo todos los días. Sin que me lo propusiese, se transformó en una confraternidad. Y, por si fuese poco, entró publicidad. Me saqué otro traje del prejuicio, y salí a buscar sponsors. El primer año lo cerré con Fargo, Volkswagen, ESPN y Adidas. Todo me parecía un sueño.
Al comienzo del 2007 me propuse viajar al Mundial. Creía que era decisivo para apuntalar al blog. Pero el tema era cómo. Ya no tenía la teta de Clarín, con la que había cubierto Gales 1999 y Australia 2003. Faltaban dos meses y no había posibilidad alguna de ir. Hasta que apareció un pasaje de canje, ESPN gracias a mi amigo Pablo Mamone me costeaba el alojamiento en la primera rueda y con lo que había ahorrado por los avisos, podía sobrevivir 25 días, hasta los cuartos de final. Sobre el final apareció otro soporte: escribir para la web de La Nación, con la que ya venía colaborando. Y así me fui. Llegué a París el 5 de septiembre. ¡Con mi blog! No había ninguno acreditado para esa Copa del Mundo.
Nunca olvidaré aquella noche del viernes 7 de septiembre en el Stade de France de París, en el primer cumpleaños del blog. Mi cerebro la archivó junto a todos los sentimientos que despertaron ese día. La previa –recuerdo haber escrito que los Pumas podían ganarle a Francia-, el viaje al estadio, el encuentro con amigos, el post que escribí un par de horas antes contando cómo estaba el clima, el himno –“Ganamos”, le dije a Mamone tras verles las caras a argentinos y franceses- y el partido, esos 80 minutos que los terminé temblando, sin poder anotar nada en mi libretita. La excitación no me dejaba pensar.
Cuando llegué a la sala de prensa, prendí mi computadora y entré al blog. No lo podía creer. El post previo tenía más de 300 comentarios de todas partes del mundo. La gente explotaba de alegría y encontraba en el blog un lugar para manifestarla. Me quedé inmóvil, llorando de alegría y emoción. Supe esa noche, cuando en el Stade de France sólo quedábamos periodistas, que ese test había sido el punto de inflexión para periodismo-rugby. Y lo fui disfrutando caminando horas por las calles de París –no había subtes ni taxis- hasta llegar a mi hotel a las 4 de la mañana. Feliz.
Aquel viaje, que terminó siendo por 50 días –reventé la tarjeta de crédito, realmente; terminé de pagar todo un año después-, tuvo decenas de mojones inolvidables. La memoria registró para siempre la felicidad de la tarde de domingo en el Parc de Princes con el triunfo ante Irlanda (el abrazo interminable que me di con Boqui, mi amigo de la vida que estaba viviendo en Milán) y la noche de viernes también en ese mismo estadio de París, con el nuevo golpe a Francia, con baile incluido, esta vez por el tercer puesto.
A la vuelta, todos me hablaban de mi blog. Había explotado literalmente. Y ahí entendí que además de periodismo-rugby, el rugby tampoco iba a volver a ser el mismo. Que arrancaba otra era. Nunca imaginé, de todos modos, todo lo que se vino luego.
Con el blog vivimos –porque ya era de todos- los dos Mundiales siguientes al lado de los Pumas. Los cuartos de final en Nueva Zelanda 2011, comunicándonos a la madrugada, y el cuarto puesto en Inglaterra 2015. El primer partido por el Rugby Championship en Ciudad del Cabo, en 2012, y el primero por el Super Rugby, en Bloemfontein, en 2016. Allí estuvimos ya no sólo con textos, sino con fotos y videos propios. La comunidad nunca paró de crecer.
Tengo una valija sin fondo para guardar todos los recuerdos imborrables. Con ustedes compartí lindos y feos momentos. La muerte de mi madre, el crecimiento de mi hijo (no sé si recuerdan cuando armaron un sitio para que de París le traiga la Play 3), mis viajes, mis ideas sobre la vida, mis alegrías, mis fracasos, la pérdida de amigos, los dos stents, las internaciones que casi me dejan fuera del Mundial 2015, los robos (nunca olvidaré a muchos de ustedes ofreciéndome sus computadoras), el proceso de ir acomodándome a los cambios tecnológicos, mis posts sobre las eras prehistóricas del periodismo (¡Je!), las peleas (muchas en este tiempo), el campeonato de CUBA, las buenas y malas de River, la música, los libros, la vida. Hubo varios momentos duros, en los que pensé en irme (volver al comienzo de este post), especialmente cuando entraron los trolls a embarrar la cancha y a tratar de desprestigiar este espacio. Está comprobado que así fue. O como cuando en este mismo lugar, mi lugar, me amenazaron.
Hubo algunas cuestiones en las que no pudimos. La más clara fue la publicidad. Agradezco enormemente a los que han apoyado este emprendimiento de periodismo independiente y, sobre todo, a Gilbert, que, estoico, está solito desde hace 3 años. Es una batalla desigual esa, con la que tuvo que lidiar Javier Pendzik, el fiel y honesto encargado de conseguir avisos. Fue un camino muchas veces desagradable en lo personal. Encontrarte con gente encargada del marketing de empresas que lo único que conocen es ESPN y a los periodistas que trabajan ahí. Que ni siquiera averiguan quién sos cuando te reciben. He pasado momentos feos con eso. El monopolio que desde adentro mismo ha fomentado e impulsado la UAR no permite crecer al resto. Este blog lo ha sufrido como lo sufren casi todos los sitios, pero no fue impedimento para que siga.
En el otoño del año pasado, viendo Bloodline, volví a pensar que el modelo Netflix es el que puede salvar al periodismo verdaderamente independiente, pero sentí que ya no estaba en condiciones de dar esa pelea. Y pensé en irme; que era el momento de irme del blog. La idea ya me venía rondando la cabeza desde que volví del Mundial de Inglaterra. Sentía que no tenía más para dar, que estaba frenando la renovación que necesitaba periodismo-rugby. Que no acompañaba a Nico como debía. Andaba con ese rollo por esos días cuando sucedió la bravuconada del presidente de la UAR y la nefasta carta a La Nación deslizando el pedido de que me echen. Un amigo, que me conoce y que sabe de aquello del comienzo de éste post, me dijo, enojado: “Ni se te ocurra irte ahora”. Y le contesté: “Ni loco me voy ahora”.
Hubo en todo este tiempo peleas a las trompadas con distintos dirigentes de la UAR, con el poder del rugby (¡cómo olvidar aquella primavera de 2012!), pero nunca me había pasado algo tan violento como periodista. Ni cubriendo el fútbol o cualquier otro deporte. Entonces, me replegué un par de meses y volví, y acá estoy hasta hoy.
Pero hoy me voy del blog. Me voy yo, no periodismo-rugby. No sólo creo que no tengo nada más para dar, sino que necesito irme para reinventarme nuevamente en otro lugar que todavía no sé cuál será. Es importante que éste blog siga y con gente que lo pueda hacer mejor que yo, pero para eso es fundamental que ustedes se queden, porque el blog sigue siendo de ustedes. Van a continuarlo Nico (ahí está la línea de sangre) y otro grupo de gente que le van a dar un resurgimiento sin perder la esencia de éste espacio. Ellos ya lo anunciarán en los próximos días. No hay acá ningún acuerdo comercial ni nada por el estilo. Yendo a la realidad, hace rato que escribo poco y quizá mi salida descomprima la irritación que a algunos poquitos les causa mi presencia y que los lleva a querer desprestigiar a periodismo-rugby. Insisto: quédense, apoyen al periodismo independiente en serio.
Desde el jueves 7 de septiembre del 2006 hasta hoy pasaron 3833 días, casi 10 años y medio, 7.092 posts y 242.800 comentarios. Cuando empezó el blog no existía el iPhone, Androide, Spotify, 4G, Instagram; los teléfonos móviles sólo servían para hablar y las fotos se sacaban con cámaras. Cuando empezó el blog ni existía el Plar, el Rugby Championship, los Jaguares, los Pampas, el profesionalismo doméstico; el rugby argentino era 100% amateur y las estrellas de la TV eran los torneos de la URBA y el Argentino. Una locura todo lo que paso en este tiempo.
Si me miro 10 años y medio atrás, yo tampoco me puedo creer. Aquella debacle que relaté al comienzo se detuvo y hoy tengo una calidad de vida maravillosa. El blog fue un puntal en mi crecimiento y bienestar. Me voy mucho mejor que cuando que llegué. Lo agradezco enormemente. Pero ahora es momento de irse. Ya veré en qué cuadrado del tablero caigo, aunque nunca me gustaron los cuadrados ni los tableros.
Me voy feliz. Algo es seguro: no voy a armar otro espacio de rugby. Necesito vaciarme un poco del rugby. Seguiré sólo con mis columnas en La Nación (otro gran espacio que me dieron en estos años y, también, gracias al blog) y quizá con algunos comentarios en Twitter. No mucho más, salvo alguna cobertura u otras notas que me encargue el diario. Quizá invente otro blog para escribir -lo que mejor sé hacer- o me dedique a otros proyectos. TEA y Deportea, por su parte, me requerirá buena parte de mi tiempo en los próximos años.
Ha sido un verano duro. Muertes, despedidas, reacomodamientos, dolores. No quiero meter este texto en ese ámbito. Llevo varios días pensando en cómo me voy a ir; varios días pensando en cómo escribir estas líneas. Todos saben bien de mi admiración absoluta por Peter Gabriel y por el Genesis que él integraba. La semana pasada leí que cumplía 40 años su primer disco solista, en el que está incluida una de las canciones más lindas que he escuchado: Solsbury Hill. Allí, Gabriel escribe sobre su necesidad de soltar su relación con Genesis: “I was Keeling part of the scenery/I walked right out of the machinery” (“Me sentía parte del escenario/Caminé para alejarme de la maquinaria”). Y agrega: “Muy hearth going boom boom boom/”Hey”, he said Grab your things/I’ve come to take you home” (Mi corazón hacía bum, bum, bum/Oye, dijo: Agarra tus cosas/He venido para llevarte a casa”.
Porque nada es casual, el viernes me llegó vía Facebook un video maravilloso de Solsbury Hill que muestra a Gabriel a través del tiempo. Me lo envió Leandro Africano, quien fue alumno mío en TEA. El año pasado, Leandro me contó que un amigo suyo, compañero de camada en Ciudad de Buenos Aires y lector fervoroso del blog, me quería conocer, y a partir de allí me regalaron todos esos amigos una noche inolvidable. El blog también generó eso: encuentros. En Virreyes (almuerzo en donde cada uno se presentó con su nick), en los Mundiales, en los partidos de los Pumas en el exterior. ¡Estoy tan agradecido a los miles que han pasado y siguen haciéndolo por el blog! Tengo tantos para nombrar, que sería injusto hacerlo porque seguro que, de tantos, de alguno me voy a olvidar y eso sería imperdonable. Os quiero, como les he escrito infinidad de veces.
Cuando vi el video de Solsbury Hill con Gabriel a través del tiempo, pensé que ese debía ser el mejor cierre de este post. Al igual que la fabulosa foto que me sacó mi amigo Anibal Greco, reportero gráfico de La Nación, el último día en Inglaterra 2015. Siento más que nunca lo maravilloso que es soltar. Cuánto crece uno cuando lo hace. Irse cuando hay que irse, al final de cuentas. Y mientras escribo estas últimas palabras, siento que el corazón me hace bum, bum, bum.
Jorge Búsico (JB)
Buenos Aires, verano de 2017
Argentino Top
Quintos
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