Hay dando vuelta varios temas de primera plana para el rugby argentino. El inicio del torneo de la URBA, el más poderoso del país; las secuelas de la supervivencia que ejercitaron Los Pumas (algunos se muestran satisfechos, otros se quejan por lo bajo y la mayoría aún siente el desgaste); el calendario de aquí al Mundial; la tozudez de la URBA de programar la final un día antes del debut de Los Pumas ante Australia; la insólita idea de la UAR de programar el segundo test con Francia el viernes 20 de junio (que encima no es feriado) por la noche; los jugadores que siguen emigrando; las promesas que aparecen. Pero hoy este espacio es precisamente para aquellos que están lejos de la primera plana, para esas personas que no hacen ostentación de títulos ni de pergaminos, ni ostentación de escudos y corbatas de gira. Hoy queremos reivindicar a las decenas de anónimos que se ocupan de los casi 10 mil chicos que practican rugby infantil, sólo si contamos Buenos Aires.

Esos maestros del rugby -y aquí no hablamos del juego- son los que le dan vida a este deporte. Sin ellos, no existiría el enorme crecimiento que hoy presenta el rugby doméstico. Hay que verlos atendiendo todos los detalles, reteniendo el nombre de cada chiquito aunque lo hayan visto por primera vez 10 minutos antes, hablándoles con cariño, pegando un grito sólo cuando es necesario, fomentando el compañerismo y la solidaridad ante todo. Van de un lado al otro cargando bolsas con pelotas, carpetas con planillas y deteniéndose a cada metro para calmar la ansiedad de los padres.

No es algo sencillo. En el CASI, por ejemplo, actualmente hay más de 500 chicos de entre 6 (los famosos mosquitos) y 14 años (los de sexta). El SIC tiene unos 400, CUBA cerca de 300 y los dos colegios, Champagnat y Newman, unos 300 cada uno. Quizá para estos clubes, los más grandes, los números son hasta sorpresivos porque cuentan con tradición y ubicación geográfica. Pero hay otros que quizá no llegan a los 50, pero que deben hacer un esfuerzo enorme para difundir el rugby en lugares donde la ovalada es un elemento desconocido.

También ayudan los padres sin presionar a sus hijos (apenas se puede escuchar un “vamos” cuando el pibe mete un tackle) y acoplándose cuando faltan brazos. Ese es el verdadero espíritu del rugby. Por eso, es sumamente recomendable vivir un fin de semana en un club. Porque la primera plana es el partido principal, pero lo más lindo está en ver a esos locos bajitos corriendo, divirtiéndose y compartiendo sus experiencias en el micro de ida y vuelta. Honor, entonces, a esos maestros anónimos del rugby.